Ismael Palacín
Director de la Fundació Jaume Bofill
Domingo, 10 de mayo del 2015
Muchos han celebrado la noticia, y otros se han mirado en el espejo con inquietud, al saber que la red de escuelas jesuitas abren un camino para transformar su modelo educativo. Apuestan por el aprendizaje cooperativo en aulas polivalentes, el trabajo basado en proyectos que supere las asignaturas tradicionales y velan por la tutorización y la autorreflexión del alumno.
¿Ahora se trata de sacralizar la innovación educativa? No hace falta, pero tenemos muchas evidencias de que los currículos más largos y rutinarios no implican más aprendizaje y que incrementar el número de exámenes y deberes o las horas de clase magistral tampoco. A medida que entramos en la sociedad del conocimiento vivimos una revolución educativa global: más alumnos deberán aprender competencias más complejas durante más años y convertirse en aprendices autónomos de un mundo poco previsible.
¿Quién nos impide innovar en la educación? Quizá la escuela necesita cambios pausados, pero no estancamiento. Una gran parte de las metodologías con las que enseñamos solo están basadas en las costumbres y creencias tradicionales de los docentes. Las leyes de reforma educativa han persistido en alargar la lista de contenidos del currículo, regular nuevas materias, etapas y acreditaciones, y raramente se han focalizado en lo que pasa dentro del aula, en cómo se enseña y cómo aprenden los alumnos. Nuestra administración adora la burocratización teledirigida y desconfía de la autonomía de cada escuela para definir su proyecto. Los centros públicos no ofrecen suficiente estabilidad a los equipos y trabajan aisladamente sin redes de mejora. El entorno desincentiva el cambio y al final acabamos echando la culpa a la falta de recursos a pesar de no es esta la principal cuestión.
¿Cuál es el reto? La Administración ya no se puede seguir refugiándose en la gestión burocrática ni los planes centralizados: es la hora de crear redes de apoyo a la mejora, de ofrecer autonomía real a los centros, permitir que estos puedan configurar sus equipos y reciban recursos selectivos, donde acumulamos retos sociales y oportunidades de mejora. El reto consiste en crear un ecosistema de estímulos y apoyo que convierta estas experiencias en centrales y sostenibles. Un ecosistema en el que cada centro halle su ruta orientada a maximizar el potencial de aprendizaje de todos los alumnos. No será cómodo pero sí apasionante. Ya no valen las excusas: tenemos que aprender a hacer el camino desde la innovación excepcional a la transformación sistemática.
Muchos han celebrado la noticia, y otros se han mirado en el espejo con inquietud, al saber que la red de escuelas jesuitas abren un camino para transformar su modelo educativo. Apuestan por el aprendizaje cooperativo en aulas polivalentes, el trabajo basado en proyectos que supere las asignaturas tradicionales y velan por la tutorización y la autorreflexión del alumno.
¿Ahora se trata de sacralizar la innovación educativa? No hace falta, pero tenemos muchas evidencias de que los currículos más largos y rutinarios no implican más aprendizaje y que incrementar el número de exámenes y deberes o las horas de clase magistral tampoco. A medida que entramos en la sociedad del conocimiento vivimos una revolución educativa global: más alumnos deberán aprender competencias más complejas durante más años y convertirse en aprendices autónomos de un mundo poco previsible.
¿Quién nos impide innovar en la educación? Quizá la escuela necesita cambios pausados, pero no estancamiento. Una gran parte de las metodologías con las que enseñamos solo están basadas en las costumbres y creencias tradicionales de los docentes. Las leyes de reforma educativa han persistido en alargar la lista de contenidos del currículo, regular nuevas materias, etapas y acreditaciones, y raramente se han focalizado en lo que pasa dentro del aula, en cómo se enseña y cómo aprenden los alumnos. Nuestra administración adora la burocratización teledirigida y desconfía de la autonomía de cada escuela para definir su proyecto. Los centros públicos no ofrecen suficiente estabilidad a los equipos y trabajan aisladamente sin redes de mejora. El entorno desincentiva el cambio y al final acabamos echando la culpa a la falta de recursos a pesar de no es esta la principal cuestión.
En las fisuras de la normativa
¿Quiénes son los protagonistas de estos cambios? Existe un abismo entre lo que muchos docentes saben hacer y la educación que damos a los alumnos. Conocemos estas metodologías desde hace décadas, lo que resulta novedoso es ponerlas en práctica sistemáticamente. Disponemos de muchos maestros y centros que lideran estos modelos, casi siempre en las fisuras de la normativa, sin apoyo ni reconocimiento. Las escuelas jesuitas han legitimado y ensanchado un camino que parecía reservado para pioneros y ciertas escuelas singulares con visión alternativa.¿Cuál es el reto? La Administración ya no se puede seguir refugiándose en la gestión burocrática ni los planes centralizados: es la hora de crear redes de apoyo a la mejora, de ofrecer autonomía real a los centros, permitir que estos puedan configurar sus equipos y reciban recursos selectivos, donde acumulamos retos sociales y oportunidades de mejora. El reto consiste en crear un ecosistema de estímulos y apoyo que convierta estas experiencias en centrales y sostenibles. Un ecosistema en el que cada centro halle su ruta orientada a maximizar el potencial de aprendizaje de todos los alumnos. No será cómodo pero sí apasionante. Ya no valen las excusas: tenemos que aprender a hacer el camino desde la innovación excepcional a la transformación sistemática.
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